EL PREMIO: Una historia sobre equívocos y pesadumbres
Por Orlando Mazeyra Guillén

«Sí, es verdad: todo sería más sencillo si no tuviera que hacerlo a escondidas», pensó Toño mientras observaba, con una mezcla de fatiga y desazón, la larga cola que atravesaba toda la fachada del Banco Central de Reserva.

Hasta ahí había llegado presuroso con las cinco copias del manuscrito y, también, con la plica lista, incluyendo fotocopia legalizada de su DNI y una declaración jurada de autoría, tal y como lo indicaban las bases del Premio Nacional José María Arguedas.

Le había costado un triunfo conseguir el dinero para fotocopiar las ciento cincuenta páginas. Diariamente, su madre apenas le daba tres escasos soles para ir y venir de la Universidad Nacional de Ingeniería, en donde él cursaba el último año de ingeniería informática.

—Mamá, necesito cincuenta soles —le había dicho en la mañana, antes de apurar el zumo de piña acostumbrado.

—¿Para qué tanta plata? —le preguntó mostrando una evidente molestia que deformaba su rostro.

—Tengo que imprimir una tesis de Mercadotecnia: son como quinientas páginas y además necesito comprar unos manuales para mis prácticas de Algoritmia Avanzada.

—Me traes las boletas de todo, ¿conforme?

—Sí, mamá, las traeré —respondió con la cabeza gacha: fijando la vista sobre las hojuelas de avena de su plato. Cuando ella le entregó el billete se sintió mal por engañarla, un hijo estafador, casi un mequetrefe.

Por un instante, quiso confesar su mentira, le pareció como si un mensajero de su conciencia le cuchicheara algo en la oreja:

—Gracias —masculló y fue en busca de su mochila: ahí descansaba el preciado original que, además de hacerlo acreedor a un suculento premio en métalico, debía abrirle las puertas de la imprenta—. Ah, y tienes que darme para comprar más tinta.

—¿Por qué? ¿Ya te has acabado la tinta de la impresora? ¡Si la compré la semana pasada!

—He tenido que imprimir muchos trabajos estos días, mamá —mintió casi maquinalmente. Avanzó hasta la puerta y ganó la calle. Consultó su reloj y echó a correr detrás del microbús de servicio urbano.

La extensa hilera de gente evolucionaba hacia la otra cuadra, pero él seguía esperando en el mismo sitio: «me tardaré un buen rato, debí venir más temprano, carajo». Le había robado muchas horas a sus clases universitarias, se había exonerado de fiestas, viajes veraniegos, paseos, invitaciones al cine, etcétera. Todo por echar a andar esa novela que siempre le resultaba inacabada. La última noche no la pasó escribiendo sino leyendo. Terminó de leer una obra literaria que lo había puesto cara a cara con el horror de su país.

¿Me parezco a Mayta?, pensó completamente aturdido, yo también soy un inadaptado, no encajo en la vida, no encajo en mi familia, no encajo en ningún lado. Tampoco encajo en la literatura: siempre estás perdiendo el tiempo, Toño, por eso haces tus cosas sin que nadie se entere…, en el fondo eres como Mayta: te avergüenzas de ser como eres…

A tales reflexiones se entregaba mientras la cola avanzaba, despacio, sin ganas. El año pasado se había jurado olvidarse definitivamente de la tontería ésa de escribir una novelita pero, a pesar de su decisión, siempre buscaba un pretexto para huir de los demás y encontrarse con su cuaderno de notas que ya lucía garrapateado de correcciones y tachaduras. ¿Estaba su novela por fin lista para concursar en el premio literario más importante del país? Por más que lo pensaba, no lograba encontrar una respuesta, inclusive el otro día había juzgado pertinente escribir un prólogo para que el jurado no lo malentendiera. Creía, en su fuero íntimo, que el éxito le rehuía porque no lo comprendían: necesitaba lectores de la más alta solvencia literaria.

Después de dos largas horas de impaciente espera se vio, por fin, cara a cara con la secretaria de cultura del banco:

—Quiero participar en el Premio de Novela —balbuceó entregándole los ejemplares mientras la mujer dirigía hacia él una mirada interrogativa–. El año pasado quise participar pero… No sé…, como que me arrepentí a última hora. Sé que usted me entiende, algo dentro de mí me decía que le faltaba algo, no sabía bien qué era, pero había un cabo suelto. Espero que…

—¡Estos ejemplares no pueden llevar ese título! —exclamó ella, amoscada.

—¿Cómo que no pueden llevar ese título? —murmuró inmóvil de desesperación.

—¡Váyase, váyase! —repitió iracunda la dama—. Lea bien las bases y no me haga perder el tiempo. ¡A quién se le ocurre ponerle “Historia de Mayta”!

Toño sintió como si dentro de sus entrañas algo estallara. Sin mirar ni comprender, dejó pasar al sujeto que le sucedía en la cola, caminó hasta la puerta del Banco Central de Reserva y salió a la calle. Volvió lentamente a su casa… Al llegar, vio que su madre lo esperaba ofuscada al pie de la puerta. Ella le pidió las boletas y, también, el vuelto de los cincuenta soles. Él la miró, desgarrado, y echó a llorar antes de mirarla a los ojos:

—Me equivoqué de título, eso me pasa por hacer mis cosas a escondidas.

Ella lo miró con recelo: pensó que su hijo había desaprobado alguna materia o que talvez se trataba de una treta para sacarle un poco más de dinero. 

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