El universo en un junco

Carlos Yusimito
“El infinito en un junco” es un libro dócil y sentimental, con enorme voluntad pedagógica —a veces en exceso— y genuina intención divulgativa.
Creo que su valoración depende mucho de sus lectores y, por eso mismo, es un claro ejemplo de lo caleidoscópica que puede resultar hoy en día la recepción de un texto. Algunos lo amarán —me refiero a la admiración incondicional— y otros —es mi caso— quedarán defraudados. Mi lectura está inevitablemente predispuesta por lo que es, se diría, la interferencia de una genealogía: como me es familiar el contenido, puedo ser más severo con la manera cómo se ha contado la historia, puedo también exigirle otra forma de diálogo con lecturas especializadas —lo cual, se podrá decir también, resulta a todas luces injusto.
Mi forma de leerlo, como ven, es lo que determina el desencanto. Insisto en esto porque cada quien debe construir su propia relación con el texto y sería absurdo que yo impusiera la mía. Sobre este pre-juicio voy a sustentar mi opinión —porque sobre el afecto que despierta no se puede decir mucho—.
Tres ideas, entonces. La primera: puede afirmarse que el libro de Irene Vallejo pertenece al ámbito —¿quizá novedoso?— de la divulgación histórica autobiográfica; una suerte de narrativa del self-made-(wo)man aplicada a la experiencia de la iniciación de la lectura. Más cerca de Alberto Manguel o Martin Puchner que de Polastron, Barbier o Basbanes —tremendas ausencias en la bibliografía—, y harto más lejos de Chartier, Darnton o Henri-Jean Martin, por citar algunos nombres —también ausentes, salvo Chartier en el volumen que editó en colaboración con Cavallo—, comparada con un divulgador como Manguel, Irene Vallejo es incluso mucho más autorreferencial y digresiva. Solo este factor ya dividirá radicalmente a sus lectores. Dado que es un libro que hipersubjetiviza el discurso histórico, genera adhesión o distancia.
Queda claro que a mí me ocurre lo segundo. A veces parece que su narración histórica está más próxima al documental —con constantes interrupciones de la voz en off— que sitúa, compara o intenta actualizar al lector en aquello que este ve a través de ella, y que evidentemente, a través de la cercanía digresiva, intenta proveerle un alto grado de respiro, facilitando así su lectura copiosa en datos y anécdotas relativamente enciclopédicas —quiero decir con esto que es enciclopédica en la medida en que se lo puede permitir su corsé divulgativo, que acepta y al que se somete—.
En cuanto a su composición, la metáfora a la que recurre —el libro como viajero o como vehículo que facilita el viaje— se aplica a su propia trayectoria como proyecto. El libro se recorre y, al mismo tiempo, permite recorrer con facilidad. Es más, demanda el recorrido fácil. (Esto tiene su riesgo, claro. Si uno es un viajero familiarizado con cierta ruta o que aprecia el deambular vagabundo o abiertamente la pérdida, odiará, naturalmente, la voz entrometida del GPS).
Hay, pese a esta voluntad del viaje cómodo, del viaje que acompaña, algunos momentos en los que los saltos digresivos desenfocan el orden de la lectura, es decir, su mapa. A mí, personalmente, este aspecto me pareció desprolijo, pensando, además, en que lo contrario suele ser la principal virtud de los ensayos divulgativos, algunos de los cuales evidentemente han alimentado su modelo a partir de varias disciplinas, sobre todo, la historia: Harari, Beard, Brottman, etc.
Segunda cosa que diré: estilísticamente es un libro irregular. Tiene páginas estupendas y tiene otras extremadamente flojas. Uno se puede encontrar, por ejemplo, con frases apreciables como «El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática» —aquí se refiere a los rollos de papiro— y, poco después, con frases hechas, lugares comunes o imágenes descoloridas: «La memoria del mundo. Un dique contra el tsunami del tiempo». La pedagogía coquetea, por momentos, con la frase publicitaria. No es un libro que haya subrayado con frecuencia.
Tercero: ¿Qué es lo que menos me gustó del libro? Principalmente, que es un libro en exceso legible. No me refiero aquí, desde luego, a su estilo sino a su perspectiva cultural. Irene Vallejo hace constantes esfuerzos por actualizar la antigüedad a partir de paralelos con el presente. En aras de cierta traducción del pasado se permite muchas licencias y termina por aplanar las mentalidades que acompañaron la evolución del libro como objeto y la lectura como práctica: podemos preguntarnos, de hecho, si intenta en realidad comunicar esta transformación; me dio, por momentos, la impresión de que el lector y el libro son para ella mucho más una entelequia, inmanencias antes que fenómenos históricos.
El modo de leer, tal como lo estudió minuciosamente Iván Ilich en un libro extraordinario sobre el libro —el códex, en su caso— y la transformación de la práctica de la lectura escolástica de la que somos herederos («En el viñedo del texto», por favor, léanlo), se sitúa en una esfera múltiple, opaca, en donde las mentalidades que se ponen en tensión no son siempre fáciles de reconocer. Para intentar comprender este proceso necesitamos hacer esfuerzos enormes.
No hace mucho les hablaba de Kathleen Raine quien nos educó en la lectura de Blake o Yeats —para aproximarnos a Blake necesitó dos volúmenes considerables—; Northrop Frye, Harold Bloom o Stephen Greenblatt han hecho otro tanto para que podamos intuir mejor a Shakespeare sin los riesgos del anacronismo.
Los autores se releen por efecto de una época, cierto; pero también se desfiguran o falsean si no se hace un esfuerzo legítimo por situar plenamente la experiencia de la lectura en la sensibilidad de la que también nacieron y que les dieron lugar. Es bueno que así sea; como es bueno que seamos conscientes de que hay textos intraducibles a pesar de la «legibilidad» que nos anima a imaginar el escenario actual de las literaturas mundiales. Por lo tanto, así como siempre se nos escapará algo de un texto, también ocurrirá lo mismo con el pasado, sobre todo cuando la distancia que media entre la mentalidad moderna que da forma a nuestra lectura, y la mentalidad de la lectura de los tiempos heroicos, sagrados en gran medida, que interesa a Vallejo, es tan enorme como la que distancia al aparato que me sirve ahora mismo de medio para escribir y leer, los códex, los pergaminos, los rollos de papiro, las tablillas de arcilla y la piedra.
El helenismo que contribuyó a expandir Alejandro no es comparable, como sostiene ella, a la globalización actual ni la biblioteca de Alejandría semejante al Internet ni mucho menos la educación que recibían los escribas egipcios en absoluto análoga al MBA que realiza un alto ejecutivo contemporáneo.